Publicado el 24.04.2021 12:21  - 9 minutos
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Por María Inés Fiordelmondo

Fueron un bombazo que más tarde o de manera inmediata sacudieron al mundo de la literatura. Y así, en silencio y sin dar mayores explicaciones, pasaron a la historia por dejar esa única pero inmensa obra. Los escritores de un solo éxito tienen, en general, varias características en común: son personas retraídas que, tras la fama, deciden aislarse del mundo sin siquiera intentar repetir la grandeza de su única obra maestra. Lo cierto es que en algún momento llenaron páginas en blanco sin prisa, sin presiones y, sobre todo, con absoluta libertad. Algunos críticos consideran que volver a ese trío de condiciones ideales luego de haber llegado a lo más alto pudo haber sido una misión abandonada por considerarse imposible. Esta es la cuarta y última entrega de una serie de notas que Galería realizó en homenaje a las estrellas efímeras. Ahora es el turno de los one hit wonders de las letras. Un mito. Jerome David Salinger le puso nombre y apellido a la adolescencia en su máxima expresión: Holden Caulfield, un inconformista de 16 años lleno de prejuicios, contradicciones y una enorme sensibilidad ante el abominable mundo adulto, que se contrasta con su esfuerzo por encajar y parecer indiferente a él. En El guardián entre el centeno, publicada en 1951, Salinger dio rienda suelta a este personaje antihéroe que ya había introducido unos años atrás en el cuento I’m crazy (1945). Esta vez, Caulfield lo llevó al estrellato. En el mismo año de su publicación, la primera novela de Salinger se convirtió en best seller. Como ocurre con toda obra exitosa, la consecuencia inmediata y esperada es conocer a su creador. A través de Holden Caulfield, el mismo Salinger se refería a esto en la novela: “Los libros que de verdad me gustan son esos que cuando terminás de leerlos pensás que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarlo por teléfono cuando quisieras”. Salinger tenía 32 años cuando publicó su gran éxito, y murió a los 91 sin haber publicado ninguna otra novela. En los años posteriores, solo publicó las colecciones de relatos Nine Stories (Nueve cuentos, 1953) y Franny y Zooey (en 1961) y la colección de novelas cortas Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción (en 1963). Contrario al deseo natural que manifestaba su personaje en la novela y el de los lectores, el autor se recluyó del mundo exterior. Se mudó de Manhattan a un búnker de cemento en Cornish (New Hampshire) y buscó proteger al máximo su vida privada y resguardarse de todo intento de echar algo de luz sobre su obra inédita. Bloqueó una biografía no autorizada publicada por Ian Hamilton, echazó todo intento de llevar su novela a las pantallas, prohibió las lustraciones en las tapas y su biografía en la solapa. Pero nunca paró de escribir. Una de las pocas veces que rompió el silencio fue en una entrevista con The New York Times donde explicó algo sobre todo aquello: “Hay una paz maravillosa en no publicar. Es pacífico. Publicar es una terrible invasión a mi privacidad. Me gusta escribir. Amo escribir. Pero escribo solo para mí y por mi propio placer”, confesó. Por si fuera poco, en 1980, Marc David Chapman dijo haberse inspirado en su novela cuando mató a John Lennon. “No culpo a un libro. Me culpo por arrastrarme dentro del libro. (...) Es culpa mía. Me arrastré, encontré mi pseudo-yo dentro de esas páginas”, reconoció el asesino al periodista Larry King en una entrevista para CNN. Sorprendentemente, su hija, Margaret Salinger, fue quien se encargó de destrozar la idealización de su padre en su libro El guardián de los sueños. Allí lo describe como un hombre amargado, idealista; alguien excesivamente disciplinado que exigía lo mismo de quienes lo rodeaban. Para Salinger, un fallo era sinónimo de repulsión, según su hija, quien asegura que él simplemente no estaba satisfecho con su obra y prefería guardar silencio que publicar algo menor al libro que lo llevó a la cima. La libertad de la soledad. Jorge Luis Borges catalogó Cumbres borrascosas como “tan extrema e inclasificable como pudiera serlo Moby Dick”. Fue publicada en 1848 bajo el seudónimo masculino de Ellis Bell, y recibida con desconcierto por los críticos de la época, que la encontraban salvaje. Narra una historia de amor entre venganzas, odio, traiciones y sadomasoquismo. Lo que nadie podría imaginar en aquella época era que detrás de esta obra estaba Emily Brontë, una joven que la biógrafa Winifred Gérin describió como retraída, intolerante, malhumorada, enigmática y para nada sociable. Tal vez la soledad y el aislamiento fueron lo que la llevó a escribir despojada de cualquier tipo de influencia, y a lograr una obra única para la época. Junto a sus hermanas Charlotte y Anne, Emily creó mundos de ficción que hasta hoy se conservan en muchos de sus cuadernos escritos a mano. Durante la juventud, las hermanas publicaron poemas y novelas, siempre bajo seudónimos masculinos. “No nos gustaba declararnos mujeres, porque teníamos la vaga impresión de que las autoras podían ser vistas con prejuicios”, dijo una vez Charlotte. Emily no llegó a ser testigo del verdadero éxito de su novela, que con el tiempo fue no solo comprendida y aclamada, sino también considerada como una de las más importantes de la época victoriana. La escritora murió a los 30 años de tuberculosis. Pero su única obra —que además fue llevada al cine varias veces— es inmortal. La fiebre del éxito. Como si fuera para los escritores una gripe maligna y contagiosa, Nelle Harper Lee tampoco pudo con el éxito. La escritora estadounidense tenía 34 años cuando ganó el premio Pulitzer de ficción en 1961 por su única obra publicada en 55 años (hasta la publicación en 2015 de Ve y pon un centinela). Matar a un ruiseñor tiene como narradora a Jean Louis Finch, quien evoca un período de su infancia en un aburrido pueblo de Alabama, cuando su padre decidió defender ante los tribunales a un hombre negro acusado de violar a una mujer blanca. Llegaron el Pulitzer, el éxito en ventas y también la adaptación al cine, con la película homónima estrenada en 1962 que ganó tres premios Oscar. Pero el éxito no es para cualquiera. Harper Lee rechazó las solicitudes de entrevistas de medios de todo el mundo, mantuvo su vida austera y en el anonimato hasta que recién a los 81 años hizo una pequeña excepción para recibir la Medalla Presidencial de la Libertad de manos del entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush. Carcajadas entre la tragedia. A la entrada del hotel Hyatt Centric de Nueva Orleans está la estatua de Ignatius Reilly, el personaje principal de La conjura de los necios. En el prólogo de la novela, el escritor Walker Percy resume en pocas palabras el sentir de todos al leer la novela. Las carcajadas, dice Percy, son inevitables, tanto como una cierta tristeza por la tragedia que rodea a su autor. ¿Y si John Kennedy Toole hubiera sido testigo del éxito de su libro, así como de las carcajadas que provocó en tantas generaciones? Si vivía para recibir el premio Pulitzer, ¿hubiera encontrado el impulso para regalarle al mundo alguna otra gran obra? Nadie lo sabe. La conjura de los necios se centra en Reilly, un ser inadaptado, inconformista y cínico que sueña con el mundo medieval, para nada parecido al que lo rodea en la ciudad de Nueva Orleans, de donde también era Kennedy Toole. El desvergonzado y por momentos tierno y querible Reilly es una creación que resultó de mezclar —y exagerar— los rasgos de muchas de las personas con las que el autor se cruzó y observó a lo largo de su vida por las calles de su ciudad. “La sátira social, para ser eficaz, debe basarse en aspectos realistas de la sociedad que se pretende satirizar”, escribió Toole en 1957, quien estaba convencido de que La conjura era, además de su mayor logro, una obra maestra. Pero sus intentos en vida de compartirla con el mundo fracasaron. Tras el rechazo de varias editoriales que decían que la novela “no trataba realmente de nada”, Kennedy Toole se hundió en una profunda depresión de la que nunca pudo salir, hasta que se suicidó en 1969, a los 31 años. Fue su madre quien luego de su muerte encontró el manuscrito y perseveró hasta lograr su publicación en 1980, de la mano de Walker Percy, a quien la novela le pareció una genialidad. Doce años después de la muerte de Toole, su novela recibió el premio Pulitzer de ficción. Ganadora por accidente. Con 26 años (en 1926) Margaret Mitchell se lesionó un pie, y durante su recuperación empezó a escribir lo que años después se convertiría en uno de los libros más vendidos de la historia: Lo que el viento se llevó. Al principio eran capítulos desordenados, mezclados con un intenso trabajo de recopilación de información histórica. Diez años y 1.037 páginas después, la editorial Macmillan publicó la obra. Tenía todo para ser exitosa: la historia de amor tormentoso de la mano de Scarlett O’Hara, Ashley y Rhett, las familias aristócratas, y el drama de supervivencia en medio de un escenario bélico. Y no tardó en convertirse en un best seller. Al año siguiente, en 1937, Mitchell ganó el premio Pulitzer de Ficción por sus esfuerzos por representar las luchas que enfrentaron quienes vivían en el sur de Estados Unidos durante la Guerra Civil. Por si fuera poco, a los dos años de aquel premio se estrenó una adaptación cinematográfica tan exitosa como la novela. La película ganó nueve premios Oscar y terminó de catapultar a la novela como un clásico de la literatura de Estados Unidos. Película y novela juntas se convirtieron en íconos de la cultura universal. Hasta su muerte en 1949, atropellada por un taxi, Mitchell ni siquiera intentó repetir el éxito. Hay quienes dicen que nunca estuvo del todo conforme con su única novela, y que tampoco deseaba volver a llamar la atención del mundo entero. De todas formas, nadie quitaría su firma de su única gran obra, preciada pero tal vez no tanto como la sencilla vida que llevaba en Atlanta.

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