La vida secreta de los objetos

Publicado el 09.11.2022  - 4 minutos
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Por Carmen Posadas Mañé

Díganme por favor que no estoy loca, díganme que también a ustedes les pasa. ¿No creen que a veces los objetos tienen vida propia, personalidad, pulsiones y misteriosas conductas…? A ver cómo explico esto antes de que piensen que se me ha ido la chola sin remedio. De niña era fantasiosa y, con cuatro o cinco y hasta siete años, mi mundo lo habitaban tanto personas como objetos y unas y otros me parecían igualmente vivos. En casa había, por ejemplo, sillas cómplices, y otras en cambio odiosas (sobre todo una con un asiento que picaba mucho); recuerdo también sofás antipáticos en los que jamás me sentaba y alacenas comprensivas a las que podía confesar todas mis penas. Eso por no mencionar mis “tesoros”: piedras de colores cogidas en la playa, una cuña de madera con la forma de una calavera, un trompo viejo y otros talismanes que atesoraba en una caja de zapatos. Con la llegada de la adolescencia, estos y otros enseres queridos fueron convirtiéndose en lo que en realidad eran: simplemente cosas porque, con el revolucionar de las hormonas, ¿a quién le importan las sillas cómplices o las tontas piedras de colores? El único objeto doméstico con el que uno mantiene una relación emocional en esta etapa de la vida es la almohada, paño de lágrimas y receptora de mil secretos. Tampoco durante la veintena tuve tiempo para fijarme en los objetos. Bueno, sí, pero solo en aquellos que me aportaban algo muy deseado, como una moto o un coche. Hay quien entabla con sus vehículos una relación afectiva, e incluso les pone nombres como si fueran mascotas. No fue mi caso. Me gustaban —y me siguen gustando— los coches, y más aún las motos, pero nunca me dio por convertirlos en camaradas. Más adelante, con treinta, cuarenta o cincuenta años, descubriría que vuelve uno a fijarse más en las cosas. Pero solo porque se convierten en signos de status. Se puede uno enamorar, por ejemplo, de una vitrina art déco, o de un cuadro que vale un pastón, pero se trata más bien de un amor interesado, algo así como un matrimonio de conveniencia. Y aquí me tienen ustedes ahora, casi agotada la sesentena y acercándome peligrosamente a la edad septuagenaria (horror de horrores). Pero, como les comenté en un artículo anterior, la llegada de la vejez ofrece al menos en compensación algunos hallazgos imprevistos. De pronto resulta que, en cierto modo, recupera uno el modo de ver la vida que tenía de niño. No sé si será porque tenemos más tiempo, o porque dejan de importarnos asuntos que antes parecían tan imprescindibles, pero el caso es que se fija uno en cosas en las que antes ni reparaba. Y aquí es donde llego a la idea inicial de mi reflexión. De un tiempo a esta parte he redescubierto el misterioso mundo de los objetos. Algunos simplemente me sirven para viajar en el tiempo sin moverme del sofá. A otros, en cambio, como un carnet de baile de tapas de nácar que lleva en la familia añares, me da por interrogarlos. ¿Qué secretas anotaciones en clave figuran en tus páginas? ¿Fue gracias a ti que se conocieron mis tatarabuelos? Tengo en casa también ciertos enseres indiscretos, como las cortinas toile de Jouy de mi dormitorio, que cuentan más de lo que yo querría. Por el contrario, los hay recalcitrantemente mudos, como un par de caballitos terracota policromada que nadie se acuerda de dónde salieron y que se niegan a contarme su historia. ¿A ustedes les parece que estoy gagá y necesito urgentemente unas vacaciones? Yo también lo creo, por eso aquí me tienen ahora, a la sombra de un cocotero, con un libro en una mano y una caipiroska en la otra. También ellos son de los que hablan hasta por los codos, veamos qué cuentan.

La columna de Carmen Posadas Mañé
2022-11-09T10:52:00