Mucho gusto, soy tu hermano
Cómo construir una hermandad de adultos y no morir en el intento
La vida los separó, pero la sangre los une; cinco historias que demuestran que es posible

Encontrarme con Daniel, en ese extraño setiembre de 1995, en esa ajena sala de espera de ese consultorio médico en el Centro, fue una yapa que no esperaba. Me había tirado al agua, una zambullida que había demorado 14 años, para al fin volver a vernos las caras con mi padre. Vernos las caras también con mi hermano mayor, quince años más grande, no estaba en el libreto. "Vernos la cara" fue un decir, lo que hubo fueron miradas de reojo. El mayor del segundo matrimonio del Viejo, su hijo mayor, era un hombre hecho y derecho, planeando casarse, con un buen trabajo en una institución bancaria señera y una carrera universitaria terminada. El único fruto del tercer matrimonio del Viejo era un borrego de 19 años que vestía cuero negro, llevaba el pelo hasta los hombros, tenía una actitud contestataria más impostada que real, una carrera universitaria de la que no entendía la mitad y no disfrutaba ni la cuarta, una novia en otro departamento del país y ninguna intención de acabar siendo periodista. "Hola". "Hola". "Así que somos hermanos". "Así parece, sí...". Silencio incómodo. No, las cosas no pasan como en las novelas venezolanas.
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