Columna: Nobleza obliga

Qué hacer con las fotos viejas

Publicado el 13.12.2022  - 5 minutos
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Por Claudia Amengual
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“A todo le llega su hora”. Así, con la precisión de una sentencia, mi amigo ?llamémosle Manuel? comenzó a referirme su historia. Esas mismas palabras se había dicho unos días antes cuando miró alrededor y constató que cada cosa estaba envuelta y guardada a la espera del camión que llegaría temprano, la mañana siguiente. Ni siquiera se trataba de esa esperanza de renovación fresca que supone una mudanza. Esto era distinto. En tanto único hijo le había tocado la intrincada tarea de desmontar la casa de sus padres. Y lo había hecho solo, en la certeza de que nadie más que él sabría adónde destinar cada objeto. Durante dos agotadoras semanas había dedicado las tardes después del trabajo a vaciar cajones, estantes y baúles.

Al principio, convertido en un implacable clasificador se había convencido de que aquello no iba a tomarle mucho. Y hasta sentía un ligero orgullo por su capacidad práctica de disponer en bolsas verdes lo que se donaría y en negras lo que iría a la basura. Los muebles, la vajilla y la cristalería marcharían a remate, y unas semanas después, sin demasiada expectativa, pasaría a recoger las migajas que un desconocido hubiera dejado como pago por aquellos objetos que habían acompañado a la familia por décadas.

Apagó la inhóspita luz de una solitaria bombilla y se sentó en el suelo, la espalda contra la pared y las rodillas recogidas, amparado en el amable resplandor de un farol callejero. Hubiera deseado una copa de vino blanco, frío. Pero ni la copa, ni el blanco ni el frío eran verosímiles en aquella casa sin gente. Tiempo atrás, cuando ya no pudo postergar más el trámite que solo de él dependía, Manuel había decidido ?¡cómo si eso pudiera decidirse!? que no se permitiría ningún tipo de sensiblería. La familia que allí había vivido ya no estaba. Sin ella, ni la casa ni las cosas tenían el menor sentido. Solo debía vaciar, clasificar y disponer. Luego, la casa sería vendida. A ese plan se había apegado en aquellas dos semanas, arrancando sin piedad cualquier brote de nostalgia o tristeza.

Pero ahora, a la orilla de ese trance crucial que supone la última despedida, cansado de mente y cuerpo, sentía que podía concederse al menos unos instantes solo para él. Bajó la guardia y se dejó ir en la molicie de los recuerdos. Y fue entonces, como si de súbito las luces interiores se encendieran, cuando recordó lo que había pospuesto, tapado por el resto de las obligaciones, confinado a una última consideración, dilatado hasta el límite de lo posible. Un baúl de cuero y madera descansaba junto al ventanal como una mascota fiel que se debe a su amo y espera. No había decidido aún qué hacer con las fotos viejas.

Durante unos segundos eternos se debatió entre la responsabilidad de levantar aquella tapa y liberar los espíritus que allí dentro hubiera o la cobardía de fingir que el baúl no existía, negar, negar, negar hasta que algún forzudo se lo llevara con el resto hacia un destino que él no quería conocer. Toda la frialdad, toda la entereza que lo habían mantenido firme a lo largo del proceso, de pronto se diluían y lo dejaban convertido en un monigote soso y sin fuerzas.

Cómo le hubiera gustado ser un insensible. Evadir los embates del remordimiento. Pero cuanto más se afanaba en ello, con más nitidez le venían a la mente imágenes de su infancia, navidades, cumpleaños y otras fiestas, imágenes que solo significaban algo en el diminuto mundo de lo doméstico. Su madre abriendo el infame regalo de unas pantuflas y fingiendo sorpresa, su padre leyendo, ahogándose con una pipa recién estrenada o dormido frente a la tele encendida en una de sus tantas siestas. Las vacaciones en la playa, un atardecer… Fotos repetidas, con el encuadre defectuoso, fuera de foco, mal iluminadas, resabios de aquella época en la que una foto era un tesoro y una prueba irrefutable de los hechos. Época de rollos, revelados y álbumes. Época tan cercana y, a la vez, tan vieja como aquellas fotos viejas.

A punto de dejarse vencer, Manuel dice que le vino un impulso nacido de no sabe cuál de sus flaquezas. Caminó hasta el baúl, acercó una silla y, ya sin darle más vueltas, fue sacando poco a poco los álbumes y las fotos sueltas. Dice que no quiso encender la luz por no estropear la intimidad del momento, que el resplandor fue suficiente. Dice que al comienzo fue ordenando todo en una pila ?con una intención que desconoce? y que, al cabo de un rato, empezó a romper. Dice que llenó tres grandes bolsas negras. Que pensó en sus hijos, que no deseaba dejarles la carga de disponer de aquello unos años después, una indelicadeza que sus padres habían cometido con él. Dice que lloró mucho, todo lo no llorado en las semanas anteriores y que llorar le hizo bien. Que eligió cinco fotos apenas. No me dijo cuáles, ni yo se lo pregunté.

La columna de Carmen Posadas Mañé
2022-12-13T17:11:00