Columna: Nobleza obliga

Pero no subió a las estrellas

Publicado el 16.11.2022  - 5 minutos
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Por Claudia Amengual
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Ayer, 16 de noviembre, don José Saramago hubiera celebrado los cien años de su nacimiento. Su ausencia se siente como un doloroso hueco. Hace falta esa voz firme, austera, honesta; la palabra justa y bien dicha, el coraje de ser sin cálculo, sin concesiones, venciendo la tentación del atajo y la demagogia del que busca ganarse el aplauso diciendo lo que los demás quieren o necesitan creer. Hace falta su coherencia.

Se fue hace poco más de una década y aún extraño su decir profundo cargado de una sinceridad descarnada que iba hasta el fondo de la naturaleza humana y resurgía desde allí para narrarla en sus resplandores y miserias. Extraño, también, su estilo, esa particular sintaxis que a algunos lectores confunde al principio, pero de la que pronto se enamoran a tal extremo que, cuando el libro acaba, hay una necesidad de seguir leyendo con ese ritmo, con esa inigualable cadencia.

Sé que más de un lector lo encontró impenetrable y rechazó el esfuerzo intelectual y estético de otorgarle el beneficio de una veintena de páginas antes de abandonarlo en medio de una frustración suprema. Y sé de otros que, extrañados frente a esas frases largas, de puntuación sui generis, al cabo de una media hora ya se habían acostumbrado a ellas y se deslizaban por las páginas con un inusitado deleite, sintiendo la excepcionalidad de haber hecho un maravilloso descubrimiento. Saramago no se entrega con docilidad, no pide concesiones ni busca simpatías, no quiere el halago fácil ni la hipocresía del lector que finge comprender y felicita solo por simular un roce intelectual del que carece.

Saramago no ofrece nada digerido. Exige a sus lectores el compromiso de leer, de elaborar el propio criterio. Antes, claro está, se autoexige. Trabaja con las palabras como un delicado orfebre, a partir de la materia prima de su lujoso pensamiento. Incursiona en el relato con base histórica ?como en Historia del cerco de Lisboa, por ejemplo? y se anima a transitar el delicado umbral del amor ?como en el exquisito Memorial del convento? sin caer en obviedades ni cursilerías. Plantea inquietantes hipótesis ?¿qué pasaría si un día la muerte se declarara en huelga?? o nos muestra a un Jesús humanizado, un hijo de Dios que, sin dejar de serlo, también ama, sufre, goza, teme. Explora el egoísmo, la falta de solidaridad y la capacidad de amorosa entrega, en suma, cuán ciegas vamos por la vida las personas y qué seríamos capaces de hacer en circunstancias extremas. Nos invita a reflexionar acerca del poder y los mecanismos de legitimación a través del voto popular, mecanismos que pueden volverse en contra cuando ese mismo pueblo vota en blanco porque entiende que ya no tiene en quién confiar. Así, las novelas Ensayo sobre la ceguera y Ensayo sobre la lucidez son dos poderosas alegorías que dialogan entre sí sobre los límites del comportamiento humano, sobre la necesidad de ver allí donde los demás no ven, y sobre el lugar que en una democracia ocupa la voz del pueblo.

Tres veces tuve la suerte de compartir unos momentos con don José Saramago. Tengo claro que todas esas veces yo estuve con él, pero él no se enteró de que estuvo conmigo. De todos modos, las recuerdo como un privilegio. La primera, durante un congreso de traducción en Buenos Aires. La segunda, en ocasión del III Congreso Internacional de la Lengua Española en Rosario, Argentina. Esa vez compartí una inolvidable cena y mi editor tuvo la picardía de sentarme junto a él. Ya he contado la divertida anécdota de cómo pedimos la comida “a dedo”, porque él no veía bien y yo no tenía mis lentes, así que no me extenderé en ese recuerdo. La tercera, en 2006, en la Feria del Libro de Guadalajara, esa monumental instancia literaria de comunión en las letras. En todas esas oportunidades, Pilar del Río, su esposa, estaba junto a él, y era conmovedor ver con cuánto amor y admiración lo miraba ella, con cuánto amor y admiración la miraba él.

Luego, ya no volví a verlo. El día de su muerte se me llenó el alma de tristeza y solo pude aliviarme escribiendo una columna parecida a esta. Años más tarde, durante una visita a la Fundación Saramago, en la bella Lisboa, recibí uno de los regalos más importantes que la literatura me haya dado, un honor inmerecido, un verdadero premio. Por pura casualidad descubrí que se había publicado un libro en el que se recopilaban los textos que varios autores habían escrito al enterarse del fallecimiento. Lo hojeé pensando cuán afortunados eran esos colegas y, así nomás, sin aviso, me topé con aquella columna que con tanto dolor había escrito y que aún no sé cómo hizo hasta allí su derrotero. Un ejemplar de ese libro descansa junto a las cenizas de don José, bajo un olivo traído de su Azinhaga natal y plantado frente a la sede de la fundación, en la Casa dos Bicos. En una placa recordatoria se lee: “Pero no subió a las estrellas, si a la tierra pertenecía”.

La columna de Carmen Posadas Mañé
2022-11-16T10:43:00