Columna: Nobleza obliga

Las mosquitas de Alcatraz

Publicado el 21.09.2022  - 5 minutos
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Por Claudia Amengual
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Antes de subir al transbordador que cruza la bahía San Francisco hasta la isla de Alcatraz el visitante es invitado a llevar consigo una pantallita de cartón. Me parece innecesario, porque la temperatura es agradable y sopla un viento tenue. Sin embargo, fiel a la máxima de “en donde fueres haz como vieres”, tomo una y me dispongo a disfrutar el paseo.

No demoro en darme cuenta de su utilidad. En el muelle noto unas mosquitas agrisadas e impertinentes, pero pronto, distraída por el entorno, las olvido. Ya a bordo la presencia se acentúa. Y, al desembarcar en la isla, la molestia se hace evidente. Pululan por doquier y se posan en los muros, en los brazos de los turistas, sobre sus sombreros, en el gran cartel donde se lee “Indians welcome. Indian land. United indians property”. Me viene a la mente algo que leí: en 1969 la isla fue ocupada por activistas de pueblos originarios que se asentaron allí “en nombre de los indios de todas las tribus”, provocaron la atención de la prensa sobre sus reclamos y recibieron un considerable apoyo público. Luego de su desalojo en 1971 la isla fue puesta bajo la administración del Servicio de Parques Nacionales y así permanece.

Durante la fiebre del oro, a mediados del siglo XIX, Alcatraz albergó un fuerte con la finalidad de proteger la bahía. Y al estallar la Guerra de Secesión se instaló allí, además de una importante batería de cañones, una guarnición de soldados y una prisión para desertores y ciudadanos acusados de traición. Se dice que los cañones de Alcatraz no tronaron nunca. En 1907, la fortificación resultó obsoleta y se ordenó la construcción de una prisión adonde más tarde, durante la Primera Guerra Mundial, fueron a parar los objetores de conciencia. Recién en 1934, pasada la Gran Depresión, el presidio abrió sus puertas. Y ese fue su destino durante tres décadas hasta que, en 1963, debido a los altos costos de mantenimiento, el fiscal general Robert Kennedy ordenó su cierre.

El recorrido con audioguía permite dimensionar la dureza de las condiciones de vida para los 1.545 prisioneros que habitaron las mínimas celdas en las que apenas cabían un catre, dos estantes, una mesita, un inodoro y una pileta. Entre ellos, algunos célebres como Al Capone o George Machine Gun Kelly. Luego de pasar una revisión médica y recibir la ropa y los indispensables enseres, cada hombre encontraba sobre su catre un librillo con 53 reglas impresas. En la copia facsimilar que compré como recuerdo observo la minuciosidad puesta en el logro de un perfecto funcionamiento. La quinta regla dice: “Usted tiene derecho a comida, ropa, techo y atención médica. Cualquier otra cosa que obtenga será un privilegio”. Alcatraz operaba como un mecanismo relojero. En esa repetición meticulosa de rutinas se incluían varios recuentos cada día, una única visita mensual, jornadas laborales, pedidos a la biblioteca, dos baños semanales en duchas colectivas y tres comidas diarias que, según se narra, en cantidad y en calidad estaban por encima de la media.

Desde la isla, una roca rodeada de aguas frías y turbulentas, la ciudad de San Francisco con su majestuoso Golden Gate luce como una promesa. Nathan G. Williams, un exprisionero, cuenta que pasó sus seis años en Alcatraz “pensando en escapar constantemente”, y es posible que lo mismo anidara en cada uno de sus compañeros. Algunos lo intentaron valiéndose de estrategias de lo más diversas. El frustrado motín de 1946 y la fuga de 1962 se recuerdan como dos de los hechos más espectaculares y violentos. Sin embargo, a pesar de que unos pocos lograron traspasar los muros, no hay registro de que alguno de los 14 intentos de fuga haya terminado en éxito.

En torno al edificio de las celdas se alzan los talleres, un faro, vestigios de jardines y las viviendas donde el director del presidio y los guardias vivían con sus familias. Un transbordador llevaba a los niños a la escuela y, según escribe la hija de uno de los administradores, “los isleños pronto descubrían las ventajas de aquel modo de vida. Los niños vivían alejados del peligro de las calles transitadas, en un barrio donde todos conocían a todos”. En la escuela les envidiaban la buena suerte de llevar una existencia que parecía tener un aire aventurero y épico.

Pero no hay que confundirse. Una prisión es una prisión siempre. Por aceptables que sean sus condiciones, por justa y necesaria que sea la pena, la privación de la libertad tiene que suponer un sufrimiento intenso. Cuántas noches, al apagarse las luces y en la hondura del pleno silencio, un hombre entre tantos se habrá recogido en la soledad de su alma y habrá soñado con remontar vuelo por encima de esas paredes. Como las aves que hasta hoy habitan ese rico ecosistema. Como las mosquitas de Alcatraz que, ignorantes de las cuestiones humanas, predestinadas a ser apenas insectos, van y vienen sin posibilidad de discernir entre el mal o el bien.

La columna de Carmen Posadas Mañé
2022-09-21T09:40:00