Columna: Nobleza obliga

El nuevo silencio

Publicado el 25.09.2019  - 4 minutos
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Por Claudia Amengual

El silencio es una respuesta desconcertante, rica en matices, a veces polisémica. Esa nada aparente que deja al receptor perplejo está cargada de significados. El emisor no siempre es consciente de esto. El receptor, por su lado, decodifica el silencio con las herramientas de las que dispone, es decir, como puede. Así, ese mensaje en apariencia vacío se vuelve el más complejo porque contiene una cantidad abundante de posibilidades. Un silencio como respuesta puede obedecer a tantas causas, estar preñado de tantas intenciones que, ya sea desde el manejo consciente del acto comunicacional -cuando se busca un efecto determinado-, ya desde el uso inconsciente -esto es, sin previsión de las consecuencias-, se transforma en un arma potente.
Desde que el tiempo es tiempo ha habido silencios piadosos, sabios, cautos, agresivos, displicentes y estratégicos. A veces callamos por pura cortedad expresiva, por ignorancia o por razones que no comprendemos. Pero, cuando hacemos un uso controlado de los silencios, sabemos con mayor o menor maestría cómo herir con ellos, cómo demostrar una gama amplia de manifestaciones que va desde el respeto hasta el desprecio.

Un abrazo silencioso puede ser la mejor compañía durante un período de duelo. O convertirse en un vacío de afectos que deja al otro huérfano cuando necesita una palabra de consuelo. Un silencio puede consentir una verdad o apañar una mentira; ser un refugio misericordioso o levantarse como un muro de indiferencia. Puede tanto indicar torpeza como inteligencia. Camuflado en el voto en blanco, el silencio grita desde las urnas su descontento y se llena de sonidos cuando apagamos los ruidos humanos en medio de la naturaleza.

Me encanta el silencio. Adoro ese espacio de intimidad que me permite ir hacia dentro. Me gusta porque me preserva de los exabruptos -míos y ajenos- y, en algunas ocasiones, me protege de exponerme demasiado, como el jugador que evita mostrar sus cartas antes de tiempo. Sé, además, que lo no dicho siempre me pertenece. Tengo una buena relación con el silencio. Sin embargo, empiezo a experimentar un cierto desasosiego.

La tecnología aplicada a la comunicación nos confronta con un nuevo tipo de silencio al que no solo nuestra razón debe adaptarse, sino también nuestra sensibilidad que, de otro modo, corre el riesgo de ser herida. Antes se entendía mejor un silencio como respuesta. Las cartas podían perderse; las llamadas, caer en el pozo de la ausencia. Había una serie de justificaciones creíbles que esgrimíamos ante los otros o tolerábamos de ellos para explicar una falta de respuesta.

Ahora, con la infinidad de variantes que la tecnología propone, es cada vez más difícil que un mensaje no llegue. La no respuesta, por tanto, pasa a ocupar el lugar de una respuesta contundente porque, en general, asumimos que no responde quien no quiere. En ese vacío sutil que la no respuesta deja y que nuestra imaginación sobreinterpreta, creemos leer expresiones tales como "no me importa", "no molestes", "no me gusta", "no sé", "no quiero". La angustia del receptor radica en no saber con certeza a cuál atenerse.

Cuando hoy alguien no contesta, casi no deja lugar a dudas de que no ha querido hacerlo. Cuáles han sido sus motivos, vaya uno a saber, pero incluso el olvido -que es una forma encubierta de la voluntad- parece denotar una intencionalidad negativa. De modo pues que, quien no responde, adquiere en la consideración del receptor la condición de soberbio, antipático, maleducado, bruto o indiferente. Algunos, incluso, pueden ser tachados de manipuladores por cuanto ejercen un poder perverso cuando dejan al otro suspendido de una indefinida espera.

Un manual básico de cortesía indica que siempre debemos responder, aunque sea para declinar una invitación, darle a alguien la tranquilidad de que estamos ponderando un asunto o tan solo acusar recibo. Pero la avalancha de mensajes que cada día recibimos nos va volviendo fríos y descorteses. ¿Será que el manual básico de cortesía ha quedado obsoleto? ¿Tiene sentido responder cada mensaje de un grupo de WhatsApp donde cualquiera escribe lo primero que se le viene a la mente o reenvía todo tipo de material sin pasarlo por el filtro de la veracidad o la conveniencia? ¿Puede tomarse este silencio como una ofensa o ya nadie se preocupa por esto y aquí estamos, creyéndonos hipercomunicados solo porque integramos unos cuantos grupos que abandonaríamos de inmediato si nuestra huida no dejara huellas?

Son preguntas que me hago a diario cuando recibo u ofrezco esta nueva forma del silencio. Y voy adaptándome a sus reglas. O, al menos, lo intento.

La columna de Carmen Posadas Mañé
2019-09-25T17:15:00